Si el general Petión, fundador de la República de Haití en 1807, les impuso a Francisco de Miranda y a Manuel Piar el liderazgo de Bolívar para reconquistar a Caracas; y si, gracias al enorme poder de su argumentación, Bolívar salió de su encuentro con San Martín en Guayaquil convertido en jefe de todos los ejércitos que pugnaban por la independencia de los pueblos latinoamericanos, ¿cómo podríamos imaginar a una dama resistiendo el vehemente asedio del enamoradizo caraqueño? ¿Cómo negarle los favores a ese caballero que, como todos los que alcanzan la gloria a través de las armas, había despertado en ellas una especie de histeria colectiva?
En Veracruz, México, mucho antes de que lo apasionara la guerra, María Ignacia la 'Güera' Rodríguez, descendiente del virrey Azanza, fue para él un amorío fácil; se le entregó sin vacilaciones durante tres semanas sin dejarle huellas en el alma, ansiosa y ciega como estaba por llegar a España, en donde, sin saberlo Bolívar, sin que nadie en el mundo pudiera saberlo, lo estaba esperando María Teresa Rodríguez del Toro y Alaysa, la mujer que, con su muerte, había de torcerle el cuello a su destino de terrateniente feliz.
De Caracas a París
Bolívar compartió con María Teresa, emparentada con los marqueses del Toro y de Inicio, y con el conde de Rebolledo, un amor contrariado por el padre de ella, que no quería para su hija un marido de 17 años. El joven aristócrata venezolano tuvo que esperar durante dos años, hasta 1802, para contraer matrimonio con esa dama de la nobleza que había de morir de fiebre amarilla en Caracas, antes de cumplir un año de casada. De no haber muerto María Teresa, otro habría sido el destino de Bolívar, a quien ahora no podemos imaginar contando las vacas paridas que apastaban en las haciendas heredadas de su padre.
Después de jurar que no volvería a casarse, Bolívar regresa a Europa agobiado por una pesada tristeza de viudo, que se aligera un tanto cuando en París comienza a gozar de los encantos de una pariente lejana, por parte de los Aristiguieta, Fanny du Villars, a quien llama "el elixir de mi vida", casada sin amor con Dervieux Villar, en cuya casa se reúnen miembros de la nobleza en descenso y notables de la burguesía, la nueva clase en ascenso que había liderado la Revolución Francesa.
Fue en la casa de Fanny en donde Alexander Von Humboldt lo hizo sonrojar al decirle: " Su país está maduro para la independencia, pero yo francamente no veo quien podría encargarse de dirigir esa empresa". Por fortuna, el enrojecimiento se deshizo en Bolívar cuando, en seguida, Bonpland, que acompañaba a Humboldt en los viajes, agregó: "Las mismas revoluciones producen grandes hombres dignos de realizarlas"
En el amor como en la guerra
Bolívar corteja con éxito en Milán a la bella Marina, amiga íntima del escritor modelo del romanticismo italiano, que no puede evitar que el intruso caribeño disfrute de los encantos de la milanesa. De Marina dijo Bolívar: "Esa mujer ha decidido mi suerte".
Las batallas de amor de Bolívar no solo se libraron sobre hojarascas y colchones de plumas sino también en bergantines y goletas, al ritmo del oleaje marino. La tarde en que compañeros de viaje le reprocharon no haber asistido al maravilloso paseo en torno a la isla de Asunción, en Las Margaritas (Venezuela), Bolívar les respondió con autoridad (sin dar el nombre de la margariteña Asunción Jiménez) que no sólo había conocido los parajes más secretos de Asunción, recorrido sus blandas colinas y saboreado sus frutos más jugosos, sino "que había atesorado todo su aliento en la cubierta de un bergantín".
Otro de sus amores de suaves oleajes, de encuentros en bergantines y goletas pero duradero, fue el de Josefina Machado, una de las quinceañeras que lo coronaron en la iglesia de San Francisco en 1813. Tan ardiente debería ser Josefina, que por su causa, por haber retenido a Bolívar desnudo en sus brazos durante cuatro días seguidos, el Desembarco de Acumare se convirtió en un fracaso de dolorosas consecuencia. En las orillas del Magdalena, un amor fluvial, Bolívar y Anita Benoit intercambian en voz alta, en un francés exquisito, versos, sonetos, poemas enteros de poetas románticos de Francia.
"Quise traerte al alba, unas rosas hermosas/ mas puse tantas de ellas en mi traje apretado/ que el nudo las contuvo solamente un instante", recitaba Anita a sus 17 años, y tan enternecido como ella le respondía Bolívar con unos versos que, cambiándoles una palabra, repetiría muchos años después, cuando, en su último diciembre, bajaba enfermo por las aguas del Magdalena a morir en Santa Marta: "¡Oh río, mira! El año ha terminado apenas/ y cerca de tus ondas que ella tanto quería/ vengo a sentarme solo en tus arenas/ donde la viste un día".
Hija de franceses, de gran espíritu, criada con esmero en Salamina, Anita, después de recitar tantos poemas con Bolívar durante toda una tarde, tuvo que haber tenido al anochecer la impresión de que, menos que al guerrero, le estaba dando sus besos a un hombre sensible a la poesía. "No, tú no puedes ir a la campaña del Magdalena", le dijo Bolívar al despedirla en Tenerife, el pueblo hasta donde ella lo acompañó. La francesita, que no lo olvidó nunca a pesar de los años que pasaron sin verse, le llevó flores a Santa Marta en el alba del 18 de diciembre de 1830, pero ya su héroe había muerto.
Como suele decirse que en el amor y en la guerra todas las armas son válidas, al malintencionado francés Ducadray Holstein no le costó trabajo pregonar que el ascenso del general Carlos Soublette a Segundo Jefe del Estado Mayor, fue el pago que tuvo que hacer Bolívar para conquistar a Isabel Soublette, hermana del ascendido. La infamia del resentido Holstein, que le hizo escribir a Carlos Marx un texto no menos infame contra Bolívar, resulta inverosímil frente a un hombre que ganó limpiamente tantas batallas de amor en los salones de la aristocracia europea. Imposible pensar que Isabelita hubiera escapado a la histeria que provocaba el Libertador de las naciones latinoamericanas. Si Bolívar, rico como era, le regaló a esta mujer una de las más bellas mansiones de la época no fue porque quería pagarle sus besos sino porque siempre se portaba ante las damas como todo un caballero.
¿Cómo iba Bernardina Ibáñez, la muchacha que estuvo entre las quince Ocañeras que coronaron a Bolívar en Bogotá, a negarle los encantos a este guerrero que acababa de triunfar en la batalla de Boyacá? La melindrosa, como llama Bolívar a esta mujer "que pretendía ser un ángel", pudo haber sido una de las fuentes de inspiración de aquel personaje femenino que bajó del páramo a Macondo y hacía sus necesidades en una bacinilla de oro.
Partidaria de la realeza, opuesta a las Guerras de Independencia, pero menos fiel a sus ideas monárquicas que a los placeres sensuales que le reclamaba su bella juventud, Aurora Pardo asiste al baile que se realiza en honor del mariscal Antonio José de Sucre. Va decidida a no bailar con "ése" y a gritar ¡viva España! en medio de la fiesta. Más, menos que por la música, que a todos nos transforma, se siente como encantada por la galantería y el esplendor de los ojos de Bolívar, de ese guerrero que la lleva al centro del baile, la aprieta contra su pecho y le hace decir, ya enamorada: "¡Si tú eres el Libertador, viva la gloria!".
Delfina Guardiola, llamada la bella de Angostura, otra que no lo quería, no porque fuera ella realista sino porque rehuía de los mujeriegos, le cerró la puerta en la cara. Pero Bolívar, habiendo percibido que había obrado contra su voluntad, que su resistencia era aparente, que los ojos asombrados de la muchacha delataban lo contrario de lo hecho por su mano, saltó por la ventana de la cocina y permaneció encerrado con ella durante tres días y tres noches.
Pablo Neruda cuenta en Amor en el trigo que no pudo saber al día siguiente cuál fue la segadora que la noche anterior se deslizó en su lecho de paja y le hizo pasar uno de los momentos más felices de su vida. Bolívar dice de uno de sus imprevistos amores: "Me miró coqueta haciéndome un guiño para que la siguiera, acto que hice volando, y entrando en el cuarto se dispuso en su mejor forma, y produjo en mí tal motivación, que parecía estallarme el cuerpo en mis palpitaciones".
En la Independencia, fruto de los ideales más elevados, los combatientes buscaban la satisfacción de sus deseos sexuales en las fiestas galantes. En los bailes que seguían a las grandes batallas, en Junín, Carabobo, Boyacá, las muchachas, agradecidas, eufóricas, se abrían como rosas al alcance de las manos de los guerreros, se sentían como el mundo en su actitud de entrega.
Fuente: El Tiempo. Barranquilla.